Siempre lo supo. Lo percibió. Pero no estaba atenta. Por más que le gustaba en ese momento ser solamente alguien ingenuo, lo depositó. Todo lo que pudiera llegar a permanecer, sin importar el tiempo en el espacio que seguiría adelante de ese día, esos días, esos ojos, esa música, y el humo, la lluvia, las zapatillas mojadas.
La tierra era la única cosa que podía llegar a calmar cuando no había alguien que le haga cosquillas en la nuca, o en el brazo.
Escarbar y encontrar las lombrices largas, sentir la humedad y su olor, la vida escondida y oculta, parecida a todas las fantasías creadas en solitario, hondo, adentro, en el fondo del pasillo de su conciencia.
Nada se sabía de la presencia, pero si del presente.